¿Qué hay gente? ¿Cómo ha empezado la semana? Espero que muy bien para todos.
Bueno, después de un gripazo de los que ganarían campeonatos, vuelvo a ocuparme de mi rinconcito y lo hago trayendo el ejercicio de Adictos a la escritura correspondiente al mes de febrero.
En esta ocasión el ejercicio trataba de escribir una escena, de entre las tres propuestas, en las que hubiera elementos fuera de lugar, también propuestos por ellos.
En mi caso, de las tres opciones, yo he elegido la escena del atraco a mano armada. Los objetos fuera de lugar para esta escena eran: un cachorro, un globo y un payaso.
Como todavía la gripe no se ha marchado del todo de mi organismo (se ve que me ha cogido cariño), me ha costado un poco escribir la dichosa escena, pero al final me ha salido algo aceptable (o eso creo), así que, espero que lo disfrutéis.
Besos.
EL ATRACO
Estaba
abrumado por la situación que él mismo había creado.
Los
sonidos de su alrededor, lo que veía e, incluso, lo que creía ver
-porque no estaba seguro de si era real o producto de su
imaginación-, eran como armas de tortura para su acelerada mente. Lo
peor, el llanto de una anciana, que muerta de terror, no podía dejar
de llorar, abrazada a una muchacha que tenía al lado.
El
sonido de un teléfono terminó por quebrar del todo sus nervios.
Soltando el exabrupto más soez que conocía, gritó a la mujer que
estaba llorando, increpó a la chica para que hiciera que la mujer
callara y pegó un tiro al teléfono, riendo como un desequilibrado
cuando el sonido del estridente aparato cesó al fin.
–¡Bien,
hijo, se acabó! -escuchó la voz del policía que se dirigía a él
con un megáfono desde el exterior-. ¡Coge el teléfono! ¡Es tu
última oportunidad!
¿Es
tu última oportunidad? Pensó frenético, ¿Qué coño quería decir
eso?
Paseó
de acá para allá durante unos instantes, golpeándose la cabeza con
la mano del arma, pensando en lo que esas palabras implicaban, con el
ruido de fondo de la voz de la chica a la que estaba abrazada la
anciana, diciéndole algo que no lograba captar y otro de los
teléfonos sonando de manera machacona e irritante.
–¡CÁLLATE
DE UNA MALDITA VEZ! -le gritó fuera de sí a la chica, disparando al
aire para lograr mayor autoridad.
Y
funcionó. Incluso el maldito teléfono dejó de sonar.
¡Por
fin había silencio! Pensó. Suspirando aliviado por ese momento de
paz, se acercó a la ventana con cuidado y, refugiándose tras la
columna, se asomó ligeramente para estudiar el panorama.
Allí
estaban. Montones de coches de policía y montones de policías
armados hasta los dientes esperando la orden que les dejara el camino
libre para abrir fuego y disparar.
Entonces
se dio cuenta. Iban a disparar contra él. Si no cogía el teléfono
y se entregaba, le dispararían o entrarían a por él y luego le
dispararían. Eso era lo que había querido decir ese policía. Ahora
lo entendía.
Barrió
con la mirada la calle, una vez más, sopesando sus posibilidades al
mismo tiempo que se preguntaba cómo demonios había llegado a esa
situación. ¿Cómo era posible que, un día que parecía prometedor,
hubiera terminado tan mal? Y entonces, lo vio.
Para
su angustia, lo vio. Imposible no verlo. Otra cosa era que estuviera
allí realmente o no, pero él lo veía. Allí estaba todavía, aquél
payaso, vestido y pintado al más puro estilo “Krusty el payaso”
de los Simpson, que había visto las dos veces anteriores en que se
había asomado a la ventana. Apoyado en la puerta de cristal del
portal de un edificio detrás de la barrera policial, fumando un
cigarrillo y sujetando con el brazo libre, un cachorrillo de perro
que no paraba de mover el rabo, y un globo con forma de mariposa de
un color rosa tan chillón que hacía daño a la vista, observando
la escena con aire distraído y algo aburrido.
Necesitaba
relajarse, poner sus ideas en orden, así que dejó resbalar su
espalda por la pared hasta quedar de cuclillas y se hizo una bola,
metiendo la cabeza entre las rodillas y cubriendo ésta con las
manos.
Nuevas
voces llegaban desde el exterior, pero él no las escuchaba. Su mente
había empezado a procesar todo lo ocurrido hasta ese momento y en
eso estaba concentrada su atención; en recordar.
Había
llegado al banco a primera hora de la mañana, esperanzado con la
perspectiva de obtener, al fin, el crédito que necesitaba para poner
en marcha su primer negocio, ese que, con un poco de suerte, les
sacaría a él y su familia de la difícil situación en la que se
encontraban tras tres años de paro y de puertas cerradas una y otra
vez, día tras día. No tenía hipoteca ni otras cargas que le
pudieran perjudicar, ya que, gracias a un pequeño golpe de suerte un
año atrás, había podido deshacerse de esas preocupaciones, así
que ahí creía tener un punto a su favor para la concesión del tan
ansiado préstamo. Además, su mujer y él tenían algo ahorrado de
la época en la que tuvieron el golpe de suerte, por lo que tenía
parte del dinero que necesitaba. Ese era otro punto a su favor.
O eso
creía él. Porque,
hora y media más tarde, después de muchas preguntas contestadas y
un estudio concienzudo de su plan de negocio, la entrega de varios
avales, todos ellos fiables, y demás trámites, el banco decidió
no era buena idea prestarle el dinero.
Y
él, desesperado, después infinitas mejoras en su plan de negocio y
de más de diez bancos visitados, con sus respectivas negativas,
decidió que ya estaba bien. ¿Cómo querían que la gente y el país
salieran adelante si no se les facilitaba las cosas a los ciudadanos?
¿Cómo se solucionaría nada si no daban trabajos ni tampoco
facilitaban el trabajo por cuenta propia?
Nada
más recibir la negativa del banco, sin esperar a las disculpas del
empleado, disculpas que, por otra parte, ya se sabía de memoria por
ser siempre las mismas, independientemente de quien procedieran, se
levantó en silencio y se dirigió al guarda de seguridad que había
en la puerta. No le costó nada reducirlo y hacerse con su arma, era
profesor de artes marciales, y entonces, todo había sucedido muy
deprisa hasta llegar al punto en el que se encontraba ahora.
Recordaba
con claridad los gritos de la gente que había a esas horas en el
banco, cómo la anciana, que ahora no paraba de llorar, casi se
desmaya del susto cuando, apuntando directamente al entrecejo del
hombre que le había negado el crédito, gritó: “¡Hablemos ahora
de ese crédito!”.
Recordaba
también cómo había conseguido que metieran en su maletín algo más
de sesenta mil euros -los que le hacían falta para poner en marcha
su negocio-, y cómo, mientras los trabajadores del banco cumplían
su orden, llegó la policía, armando mucho ruído -o eso le pareció
a él-, y cómo todo se había liado cada vez más, llevándole a un
estado de nervios que no presagiaba nada bueno, sobre todo desde que
vio por primera vez a ese odioso payaso que le había hecho dudar de
su cordura.
¿Como
había llegado a eso? Se preguntó una vez más. Él no era un hombre
violento, nunca lo había sido, ni siquiera tenía una multa de
tráfico, todo aquél que le conocía podía decirlo. No podía ser
que hubiera reaccionado de esa manera.
Pero
lo había hecho. Tenía que reconocerlo y afrontar las consecuencias,
confiando en que no fueran demasiado duros con él. Que tuvieran en
cuenta todas las cosas que había hecho bien en su vida antes de
aquella enajenación pasajera. Porque eso era lo que tenía que haber
sido; una enajenación pasajera.
No
sabía qué le había llevado a aquéllo, quizá fue la desesperación
que llevaba tiempo atenazándole. Lo que sí sabía era que no quería
morir como un vulgar delincuente, pues no lo era. Prefería vivir y
ver crecer a su hijo, nacido unos meses antes, aunque fuera a través
de las rejas de una cárcel, que no verle jamás.
Hundido
por lo que había hecho, maldiciendo la hora que amaneció aquél
día, tomó aire, se levantó fingiendo un valor que no sentía y se
dirigió a la bolsa en la que tenía el dinero que había intentado
robar e hizo algo que nadie esperaría de un ladrón de verdad: Se
disculpó con los empleados del banco, en especial con el que le
había atendido y al que había encañonado con el arma del vigilante
y después con los clientes. Dejó el arma y el dinero sobre el
mostrador y esta vez sí, cuando sonó el teléfono, contestó para
entregarse de forma pacífica.
El relato está muy bien, me gusta el deselance, muy diferente a lo que he leído en los proyectos de este mes que han escogido el mismo tema que tú.
Besos, y que te mejores.
Ojalá todos los asaltantes se arrepintieran de sus fechorías, pero desgraciadamente la mayoría no lo hacen.
Muy buen relato: Doña Ku
De la gripe ya parece que sí estoy mejor (por fín ha decidido marcharse -cruzo los dedos por eso-), muchas gracias por interesarte.
Me alegra mucho que te haya gustado el relato, lo escribí sobre la marcha, sin nada pensado de antemano, ese mismo día. Parece ser que cuando escribo de esa forma me sale mejor jajaja.
Bueno, espero poder leer los vuestros este fin de semana.
Muchas gracias por pasarte a leer mi relato y dejar tu comentario.
Besos fuertes.
Me alegra mucho que te haya gustado el relato.
Tienes razón cuando dices que ojalá todos los delincuentes se arrepintieran como el de mi relato. Lo que pasa es que hay diferencias entre el mío y los de verdad; el de mi relato es un pobre hombre que nunca ha hecho daño a nadie y que sufre una pequeña enagenación en un momento de desesperación; los delincuentes reales, planean esas cosas, lo hacen adrede y por eso no se arrepienten después. Al menos, no la mayoría.
Muchas gracias por pasarte, leerme y comentar y muchos besos fuertes.
Me alegra mucho que te haya gustado el relato.
A mí también me sorprendió el final, no sé si lo he dicho en algún comentario anterior, pero lo hice sobre la marcha, sin tenerlo pensado anteriormente. :)
Muchas gracias por pasarte por mi rinconcito, leer mi relatito y dejar tu comentario.
saludos.
Un besin
PD: Me encanta la foto!!! jejjeje
Gracias por pasarte a leer mi relato.
Me alegra mucho que te haya gustado y que te encante la foto jajaja. Me hizo mucha gracia cuando la vi, así que la cogí prestada para ilustrar el relato.
Gracias de nuevo por leer el relato y dejar tu comentario.
Besos.