Hola a todos;
¿Cómo ha pasado la cuesta de enero? Espero que no haya sido demasiado empinada y la hayáis llevado lo mejor posible.
Pero por si acaso necesitáis un poco de evasión, aquí os dejo el relato que he escrito correspondiente al proyecto de enero del grupo Adictos a la escritura en el que participo.
Desde que regresó a la actividad, después de un tiempo de descanso, no había podido participar por diferentes razones, así que espero no estar muy oxidada con los relatos cortos y que me haya quedado algo aceptable.
El proyecto de este mes, se titula Escritura sorpresa. Esto es porque para participar en el ejercicio, los adictos que lo fuéramos a hacer debíamos escoger entre una de las seis imagenes que nos proponian en el blog del grupo, cada una de las cuales estaban encasilladas en un género oculto que no nos desvelaron hasta unos días después de la elección para evitar trampas.
Todas las imágenes eran muy sugerentes y bonitas lo cual hizo difícil la elección. Pero al final, mi alma golosa se decantó por esta:
Como veís, era la imagen número cuatro que estaba encuadrada en el género romántico.
El relato escrito, por lo tanto, se debe de ajustar al género de la fotografía y, además, estar inspirado en la propia imagen.
Así pues, una vez revelado el género de la imagen que escogí, me puse manos a la obra y este es el resultado. Espero que se haya ajustado bien a la mecánica del ejercicio y que os guste.
EL SALÓN DE TÉ
Se quedó muda de la
impresión cuando Eduardo le quitó la venda de los ojos.
Había estado nerviosa
desde que se montó en el coche y su marido le tapó los ojos para asegurarse que la sorprendía de verdad. A ella no le
gustaban las sorpresas, además, siempre terminaba por descubrirlas,
así que aquella cautela activó su imaginación creando infinidad de
posibles regalos que se le pusieran haber ocurrido para sorprenderla.
Pero ni por un segundo
pasó por su cabeza lo que tenía delante.
–Bienvenida al Salón
de Té Ariadna -susurró él en su oído detrás de ella-. ¡Feliz
aniversario, cariño!
Irene no contestó. No
podía hablar porque no sabía qué decir. Por primera vez en su vida
alguien había conseguido sorprenderla.
Se tomó unos instantes
para observar bien la maravilla que tenía delante. Si bien parecía
una construcción nueva, la casa que tenía delante era como la que
sus abuelos le dejaron en herencia hacía casi dos años. De hecho,
miró a los lados y vio que estaba en su propiedad. Pero, no podía
ser. Cuando se casaron, un año atrás, la habían derribado por su
precario estado y aún no habían decidido qué hacer con ella. Ella
ni siquiera había vuelto a pasar por allí de la pena que sintió al
verla caer. ¿Y ahora estaba en pie más bonita que nunca? ¿Cómo?
Se volvió hacia su
esposo, que sonreía como un maldito ante el éxito de la sorpresa
que se había llevado, y lo interrogó con la mirada.
–Era tu herencia
-contestó él encogiéndose de hombros, como si le hubiera leído el
pensamiento-. Tus raíces estaban aquí. Tu historia. La historia de
todos nosotros. Vi el dolor en tus ojos cuando la derribaron. Y
también cómo enterraste en un arcón del desván los planes que
tenías para tu nueva vida aquí. Rabia, dolor y desilusión. Esto
significa mucho para ti, ¿cómo iba a quedarme de brazos cruzados?
–¡Madre mía! -atinó
a decir mientras las lagrimas resbalaban por sus mejillas sin que
pudiera controlarlas.
–Te robé la
fotografía de uno de tus libros para inspirarme -dijo él
entregándole la fotografía que se hizo, vestida de chef con los
primeros macaroons que le salieron bien en las manos, y que siempre
iba con ella-. Es una copia, no quería que la echaras en falta y
tener que dar explicaciones. No me gusta mentir, ya lo sabes.
–Eres un mal bicho -le
dijo ella, entre risas y lagrimas.
–Cogí los colores de
los macaroons para las paredes y la fachada -siguió explicando él-.
Tomé prestado tu amor por la naturaleza para el jardín, las telas
del interior y el jardín trasero. Y la casa misma, con su historia y
magnificencia, para el diseño de los muebles. Espero que te guste.
Guiándola por la
cintura, entraron en la casa cuyo interior superaba con creces el
exterior. Era elegante, fresco y moderno, pero al mismo tiempo
rezumaba aquél toque añejo y mágico que había hecho que se
enamorase de aquél lugar nada más entrar en ella. Sólo había un
adjetivo que hiciera justicia a semejante obra de arte: magnífico.
Desde el recibidor, hasta la biblioteca del piso superior, pasando
por el salón de té y la pastelería del piso de abajo, sin olvidar
el jardín trasero, ideal para bonitas y relajadas reuniones en los
meses cálidos del año.
–Esto es... ¡sombroso!
-dijo Irene, al fin, cuándo su tour terminó frente a la chimenea
del salón de té, que en ese momento estaba apagada-. Una
reconstrucción perfecta. Y una adaptación magnífica. No sé... Es,
el mejor regalo que me han hecho nunca. Muchas gracias, cariño. Sólo
espero que no haya sido un esfuerzo baldío. Ya sabes que no les
caigo muy bien.
–¡Bobadas! –dijo
Eduardo haciendo un aspaviento con una mano, rodeando con el otro
brazo a su esposa por los hombros-. Esos idiotas acabarán a tus pies
en cuanto huelan las delicias que horneas en tu cocina. No te
preocupes por eso. Y, las gracias no hace falta que me las des. Te
mereces esto y más.
No tenía palabras.
Escuchando la convicción con la que hablaba le resultó imposible
ser negativa ante aquél nuevo reto que se le venía encima. Sólo se
le escapó una risita nerviosa que ahogó besando a su hombre en los
labios. No dijo nada más, pero se prometió ganarse del todo a sus
hostiles vecinos con su saloncito de té y pagar con su éxito, los
esfuerzos de su marido para hacerle semejante regalo.